miércoles, 17 de agosto de 2011

Claves para una meditación

CLAVES PARA UNA MEDITACIÓN

“Arraigados y edificados en él, firmes en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias” Col 2, 7

Las Palabras del Evangelio que iluminarán las Jornadas en Madrid y las palabras del Papa, junto con todo aquello que se vivirá, tanto de lejos como de cerca, referido a este acontecimiento y a esta fiesta cristiana, será más que suficiente, pero quisiera que centráramos la atención en algunas claves.

1.- El Papa ha hecho notar la voz pasiva de estos verbos, “arraigados” y “edificados”, porque es algo en sí mismo muy significativo. Es la gracia la que nos arraiga y nos edifica en Él. Por puro don hemos sido injertados en Cristo, estamos cerca de Él. Por lo tanto en lo primero que debemos reparar es en la primacía de la Gracia, del Don de Dios en nuestras vidas. No hemos sido nosotros los primeros en dar el paso hacia Dios, Dios es el primero en amar y de ese amor procedemos. Ese Amor es así la Fuente de la Vida.

2.- Todo ha de comenzar desde dentro. Cuando hablamos de raíces y de edificaciones hacemos referencia a lo que no se ve pero es imprescindible: la raíz y la cimentación de una casa. Como leemos en Lc 6, 48, el hombre que construyó la casa sobre roca hubo de cavar y ahondar y eso hace referencia al verbo skapto, abrir, pero hacia dentro para hacer un forjado que sostenga una estructura.

Tanto arraigar como cimentar son dos palabras que revelan una acción interior, algo que no se ve, que escapa a nuestra vista pero que, sin embargo, es fundamental. El crecimiento en la vida espiritual va de dentro hacia fuera, empieza en el interior. La fe en Cristo se forja de esta manera, no es algo exterior sino aquello que habita en lo más íntimo, que dota de una profundidad y solidez auténtica a la vida. Cristo es la buena tierra en la que arraigar, en la que se hunden las raíces para alimentar a todo el árbol, en la que la existencia humana puede arraigar para dar fruto. Tierra, por tanto, de Vida y de Gracia abundante, fuera de la cual no es posible subsistir. Cristo también es la Roca sobre la que se apoya la casa que ni el viento ni la tormenta pueden derrumbar.

Este es un mensaje que no pasa, hoy nos es necesario porque nuestro mundo, a menudo tan vaporoso, tan líquido, tan superficial, inconsistente y fugitivo, sobrevuela todo pero no recala en nada. Benedicto XVI nos hace volver a las Palabras de Vida que nos hacen comprender nuestro modo de seguir a Jesús y nuestro papel en el mundo.

3.- Firmes en la fe. Esa firmeza la da la confianza en un suelo, la fiabilidad que ofrece un buen fundamento. Es, por tanto, una consecuencia de lo anterior: sobre una sólida base se está firme, seguro, estable. La fe no es para el hombre una superficie de arenas movedizas. Creer hace al hombre más humano, le constituye en la postura de origen, alzado, de pie, para poder caminar e ir hacia el horizonte, hacia el encuentro con lo que desea su corazón.

Estar firmes es un gesto que encierra dos actitudes: asentimiento y asentamiento.

Asentir es “a-firmar”, decir SÍ, ser un SÍ, dar un Sí, como Cristo, que fue un Sí total al Padre. Hacer de la vida entera un Sí a Dios es confiar en Él y serle fiel. Pero además es hacer de toda la existencia una Confessio fidei, una confesión de fe, un Credo, lo que supone que pase lo que pase hay una inconmovible afirmación: Sí, creo.

Es también “asentamiento”, es decir, apoyar la vida sobre algo muy seguro porque sólo así se puede estar firmes, permaneciendo estables, haciendo de la fe en Cristo nuestro fundamento vital. Esta permanencia en la fe nos libera de la Infirmitas, de la “en-fermedad”, aquello que nos hace caer y dejar de estar firmes y seguros; y de la fugitas, del impulso a huir, o a ir de acá para allá sin encontrar descanso. Cristo es nuestra salud, nuestra salvación, vienen las dos palabras de la misma raíz, y Cristo es a la vez nuestro descanso, la tierra y la roca en la que podemos arraigar y edificar la casa. “Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti”, decía Agustín (Conf. I, 1)

4.- Por lo tanto, estas Palabras del Apóstol concentran toda la atención en Cristo… “en Cristo, en la fe”. ¡Si nos quitaran a Cristo…! No puedo olvidar la impresión que me produjo el texto de Soloviev sobre la La Leyenda del Anticristo. Al final el staretz Juan dice las palabras inesperadas por el tirano pero requeridas por la fe: «¡Gran soberano! Lo que más amamos en el cristianismo es a Cristo mismo. El mismo y todo cuanto proviene de él, porque sabemos que en El habita corporalmente la plenitud de la Divinidad. De ti, oh soberano, estamos dispuestos a recibir todo bien, pero sólo si en tu mano generosa pudiéramos reconocer la santa mano de Cristo.

El texto a los Colosenses concluye así “… tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias”. Estas palabras nos han sido transmitidas y esa traditio es para nosotros una gracia en la que apoyamos también nuestra fe. Por Cristo y también por la Iglesia que nos ha transmitido el kerigma damos gracias. Que al final de estas jornadas nuestro corazón rebose de acción de gracias, como nos dice el Apóstol por todo lo que hemos recibido… por pura gracia.

Que estas Jornadas nos lleven a amarle más a Él a conocerle, seguirle, servirle, vivir como Él.

M. Prado

«Cristianos, ¿cómo podría yo haceros felices? ¿Qué puedo daros, no como a mis subditos, sino como a mis correligionarios, a mis hermanos? ¡Cristianos! Decidme lo que más os interesa del cristianismo, afín de que pueda yo dirigir mis esfuerzos en esa dirección». Se detuvo y esperó. Después de esperar un rato, el emperador se dirigió de nuevo al concilio en el mismo tono afable de antes, pero en el que resonaba una cierta ironía apenas perceptible: «Amados cristianos, dijo, comprendo que os resulte difícil darme una respuesta directa. Quiero echaros una mano. Si no sois capaces de poneros de acuerdo entre vosotros, espero poner de acuerdo yo a todas las partes. ¡Amados cristianos! Sé que muchos de vosotros, y no los últimos, lo que más aprecian del cristianismo es aquella autoridad espiritual que confiere a sus legítimos representantes y no para su beneficio particular, sino para el bien común, sin duda alguna... ¡Amados hermanos católicos! ¡Oh, qué bien comprendo vuestro punto de vista y cómo desearía apoyar mi poder en la autoridad de vuestro jefe espiritual! Y para que no creáis que se trata de lisonjas ni de palabras vanas, declaramos solemnemente: por nuestra voluntad autocrática, el obispo supremo de todos los católicos, el papa romano, queda desde este momento reintegrado en su sede de Roma, con todos los derechos y prerrogativas de otros tiempos. Pero para eso, hermanos católicos, quiero solamente que en lo íntimo de vuestros corazones reconozcáis en mí a vuestro único defensor y único protector. Quienes en su conciencia y en sus sentimientos me reconozcan como tal, vengan aquí a mi lado...»

Casi todos los príncipes de la Iglesia católica, cardenales y obispos, la mayor parte de los creyentes laicos y más de la mitad de los monjes subieron al estrado y, tras hacer una profunda inclinación ante el emperador, fueron a ocupar los sillones que tenían destinados. Pero abajo, en medio de la asamblea, erguido e inmóvil como una estatua de mármol, el papa Pedro II permaneció en su sitio. Entonces las ya clareadas filas de los monjes y de los laicos que se habían quedado abajo, se corrieron apiñándose en tomo a él en un círculo cerrado.

Mirando con sorpresa al papa inmóvil, el emperador alzó de nuevo la voz: «¡Amados hermanos! Sé que entre vosotros hay algunos para los que las cosas más valiosas del cristianismo son su santa tradición, los viejos símbolos, los cánticos y las oraciones antiguas, los iconos y las ceremonias del culto. Y en realidad ¿qué puede haber más valioso que esto para un alma religiosa? Sabed, pues, amados míos, que se interesan por esta mi voluntad, aquellos que proporcionan abundantes recursos para el museo universal de la arqueología cristiana que se creará en nuestra gloriosa ciudad imperial de Constantinopla, con objeto de reunir, estudiar y conservar todos los monumentos de la antigüedad eclesiástica, principalmente los de la Iglesia oriental... ¡Hermanos ortodoxos! Los que se interesan por esta mi voluntad, los que por sentirlo íntimamente pueden llamarme su verdadero jefe y señor, vengan aquí arriba». Y la mayor parte de los prelados del oriente y del norte, la mitad de los viejos creyentes y más de la mitad de los sacerdotes, de los monjes y de los laicos ortodoxos subieron al estrado con gritos de alborozo... Pero el starets Juan no se movió y dio un gran suspiro. Y cuando la muchedumbre que le rodeaba se aclaró un poco, dejó su banco y fue a sentarse junto al papa Pedro y su grupo. Detrás de él se encaminaron también todos los demás ortodoxos que no habían subido al estrado. El emperador volvió a tomar la palabra: «Me resultan conocidos entre vosotros, amados cristianos, también aquellos que valoran más que nada en el cristianismo la seguridad personal en realidad de verdad y la investigación libre respecto a las Escrituras. No es necesario que me extienda sobre lo que pienso yo... Y hoy, además del decreto para la fundación del museo de arqueología cristiana, he firmado el de la creación de un instinto universal para la investigación libre sobre la Sagrada Escritura en todas sus partes y desde todos los puntos de vista, así como para el estudio de todas las ciencias auxiliares, con un presupuesto anual de un millón y medio de marcos. Aquellos de vosotros que sientan interés por estas sinceras disposiciones mías y que con sentimientos puros puedan reconocerme por su jefe soberano, les ruego que vengan aquí, junto al nuevo doctor en teología.» Y los hermosos labios del gran hombre esbozaron una extraña sonrisa. Más de la mitad de los sabios teólogos se encaminaron hacia el estrado, bien que con cierta demora y algo vacilantes. Todos volvieron la mirada hacia el profesor Pauli que parecía haber echado raíces en su asiento. Pauli alzó la cabeza, se levantó con cierta indecisión, se dirigió hacia los bancos que habían quedado vacíos y, acompañado por sus correligionarios que se habían mantenido firmes, vino a sentarse con ellos junto al starets Juan, al papa Pedro y a sus grupos.

Con acento triste, el emperador se dirigió a ellos diciendo: «¿Qué más puedo hacer por vosotros? ¡Hombres extraños! ¿Qué queréis de mí? Yo no lo sé. Decídmelo, pues, vosotros mismos, cristianos, abandonados por la mayoría de vuestros hermanos y jefes, condenados por el sentir popular; ¿qué es lo que más amáis en el cristianismo?» Entonces, blanco como un cirio, se puso en pie el starets Juan y respondió con dulzura: «¡Gran soberano! Lo que más amamos en el cristianismo es a Cristo mismo. El mismo y todo cuanto proviene de él, porque sabemos que en El habita corporalmente la plenitud de la Divinidad. De ti, oh soberano, estamos dispuestos a recibir todo bien, pero sólo si en tu mano generosa pudiéramos reconocer la santa mano de Cristo. Y a tu pregunta de qué puedes hacer por nosotros, ésta es nuestra clara respuesta: confiesa, aquí y ahora ante nosotros, a Jesucristo como hijo de Dios que se encarnó, que resucitó y que vendrá de nuevo; confiésalo y nosotros te acogeremos con amor, como al verdadero precursor de su segunda venida gloriosa». Guardó silencio y fijó la mirada en el rostro del emperador. Dentro de éste ocurría algo tremendo. En su interior se estaba desencadenando una tempestad infernal. De repente oyó la voz ultraterrena, que tan bien conocía, diciéndole: «Calla y nada temas».