viernes, 9 de abril de 2010

Tomado de la charla de Ramón Salas

Charla Nº4
Jaris de Cuaresma:
"Cuaresma hacia la Pascua. Sólo se camina con el Resucitado"

Texto: Jn 21,15-19

Los relatos pascuales de apariciones de los evangelios presentan una gran diversidad, pero en todos subyace una secuencia común: iniciativa del Resucitado/reconocimiento - conversión de los testigos - mandato/envío. Todos coinciden en que quienes se han encontrado con el Resucitado experimentan un cambio tan profundo que, a partir de ese encuentro, se puede decir que viven una vida nueva.
“A mitad del camino de nuestra vida, me encontré en una selva oscura, porque había perdido la recta vía” (Infierno, Canto I). Así comienza La Divina Comedia de Dante. Son versos que evocan la crisis personal del autor. Una crisis que comenzó cuando tenía 35 años con su exilio en Florencia y culminó con la composición de su obra maestra.
No es raro que hacia la mitad de la vida (humana, cristiana) todos tengamos que afrontar una experiencia de paso crucial, tan decisiva como dolorosa, que nos descoloca y nos abre a lo desconocido. A lo largo de los siglos ha sido designada con diversos nombres: “demonio meridiano”, expresión de origen bíblico (Sal 90,6) y de uso frecuente en la jerga monástica; “crisis de los cuarenta” (C.G. Jung, A. Grün); “segunda conversión” (Clemente de Alejandría); “segundo viaje” (Hna. Bridget Puzon, P. Gerald O’Collins); “segunda llamada”. Esta última denominación describe muy bien la experiencia de Pedro en el relato que estamos meditando. El Superior General de los Hermanitos de Jesús la explicaba así a las fraternidades de Foucault en 1957:
Jesús nos hace experimentar hasta el final la imposibilidad de seguir el camino en el cual El mismo nos había introducido. Todo sucede como si efectivamente hubiéramos retrocedido. Nos parece que hemos fracasado. A pesar de todo, esta etapa crítica no es un retroceso, como imaginamos, sino únicamente la implantación en nuestra vida de las condiciones necesarias para emprender una nueva salida… Quisiera persuadiros de que este desaliento, este entorpecimiento de la vida espiritual, no es indicio del final de algo generoso, sino por el contrario, señal de una nueva llamada del Señor. Una etapa ha sido franqueada, queda otra que esta vez será decisiva. La primera llamada de Jesús nos separó de las cosas poseídas, de un trabajo, de un porvenir humano, de la familia, de la casa, en una palabra, del mundo. Esta segunda llamada de Jesús nos arranca de nosotros mismos, esta vez en serio y sin ilusiones, para entregarnos a las almas, porque nuestra vocación nos asocia mediante una gracia contemplativa y de manera oculta a la misión sacerdotal y pastoral de la Iglesia.

El encuentro con el Resucitado va a llevar a Pedro a vivir encarnada en su propia historia una nueva vida informada por el amor y traducida en un seguimiento de Jesús renovado, más esperanzado, más libre y más gozoso.

1. Simón de Juan, ¿me amas? De nuevo junto al lago.

Al final de su evangelio Juan nos narra de una forma entrañable el encuentro del Resucitado con Pedro junto al lago de Galilea. Parece un diálogo de enamorados. “¿Me amas?”. Jesús repite esta pregunta directa, personalísima. La más hermosa de escuchar, pero también la más interpelante porque nos deja al descubierto, nuevamente desnudos (Simón el pescador se había vuelto a poner su vestido ¡para lanzarse al mar! v. 8). Jesús pronuncia su nombre como diciéndole: Simón quiero que sepas que tú sigues siendo importante para mí, sigo contando contigo… Pero detrás del nombre pronunciado por Jesús está también la pregunta. ¿Me amas?, ¿sigo yo contando para ti?
En la mitad del recorrido de nuestra vida, nuestra respuesta, como la de Pedro, es desde la confusión, seguramente más fruto del deseo que de la realidad. Ahí están los hechos. “Señor, tu sabes que te quiero”. “Te quiero a pesar de mis negaciones, te quiero desde ellas, en medio de mis negaciones”. “Imposible responderte con mentiras y excusas. Tú sabes de mis negaciones, de mi mediocridad, de mis cansancios mal vividos, de mis tareas hechas en mi propio nombre y buscándome a mí mismo, de mi amor propio por encima del servicio a los demás, de mis perezas y cobardías… ¡Imposible responder desde optimismos fáciles! Te soy infiel… pero te quiero; no puedo darte ninguna garantía de que es así, ya sabes como soy… pero te quiero”.
“Pedro se extrañó y escuchaba con cierto malestar a quien le preguntaba lo que él sabía que no ignoraba” (S. Agustín, Serm.253).

La pregunta de Jesús nos despierta nuestra mala conciencia, el recuerdo de nuestras infidelidades, la inconsistencia de nuestros mejores propósitos, la debilidad de nuestro seguimiento, la fragilidad de nuestra primera vocación. Y además, como Pedro, la esquivamos, no acabamos de responder a lo que nos pregunta. “¿Me amas? (Agapas me?)... Te quiero (philose)”.
“Apacienta mi rebaño”. Con todo, la interpelación de Jesús es al mismo tiempo renovación de su confianza en nosotros: “te vuelvo a elegir”, “tienes una tarea: mis corderos, mis ovejas”. Los “míos”, no lo olvides. Porque es tu misión, pero sólo en tanto que es la mía. “Te los confío porque sigo contando contigo: con lo mejor de ti, y hasta también con tu experiencia de pecado, con tu corazón herido, con la desconfianza que hoy tienes en ti mismo”. El pecado es pecado. La negación es negación. Pero para Jesús no es la última palabra. Esa la tiene sólo El: “apacienta mis corderos”. (ocúpate primero de los pequeños, las ovejas perdidas).
Al final Jesús cambia la pregunta: “¿Me quieres?” (Phileas me?). “Me basta que me quieras”. “Me quieres porque me necesitas” (cf. Jn 6,67-68). Por eso, Pedro, a pesar de todo, sacó buena nota en el examen al que Jesús le sometió. Su amor era sincero más allá de las palabras. Porque era ahora un amor humilde y entregado.
Tiempo atrás en Cesarea de Filipo, Pedro había hecho una solemne confesión de fe en Jesús. Aquí, junto al lago, tiene lugar la nueva confesión de Pedro: “Tu lo sabes todo. Tu sabes que te quiero”. Ahora sí que podía asegurar que está dispuesto a dar la vida por El. ¡Qué lejos queda la “soberbia presunción” (S. Agustín) de aquel inconsciente e impulsivo “¿Por qué no puedo seguirte ahora? Daré la vida por ti” (Jn 13,36-37) de su juventud! (antes de la Pasión).

2. Sígueme. La experiencia del Resucitado como vocación

“Desde aquel día, Pedro "siguió" al Maestro con la conciencia clara de su propia fragilidad; pero esta conciencia no lo desalentó, pues sabía que podía contar con la presencia del Resucitado a su lado. Del ingenuo entusiasmo de la adhesión inicial, pasando por la experiencia dolorosa de la negación y el llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús que se adaptó a su pobre capacidad de amor. Y así también a nosotros nos muestra el camino, a pesar de toda nuestra debilidad. Sabemos que Jesús se adapta a nuestra debilidad. Nosotros lo seguimos con nuestra pobre capacidad de amor y sabemos que Jesús es bueno y nos acepta” (Benedicto XVI, Audiencia general 24 Mayo 2006).
Sabemos que está segunda llamada recibida en el mismo escenario de la primera transformó a Pedro. Inauguró la etapa decisiva de su vida que culminaría con su martirio en la cruz. Tenemos también testimonios posteriores de una segunda llamada a mitad de la vida en figuras como Teresa de Jesús (39) o Iñigo de Loyola (30), o más recientemente, en el itinerario vital y espiritual del Card. Newman (32) o la beata Teresa de Calcuta (36). Es verdad, que se trata de mujeres y hombres excepcionales. Pero, aunque nos produzca vértigo, en esas experiencias podemos reconocer algunos síntomas comunes que nos ayuden a vislumbrar como gestionar en nuestra propia vida la segunda llamada. Siempre hay:
1) acontecimiento fundante (imprevisto, no programado, “cuando uno menos se lo espera”): de apariencia positiva (“aspiración a algo mejor”, Teresas) o negativa (“exilio”, Dante; “enfermedad”, Iñigo; “experiencia de fracaso”, Pedro, Newman). Que produce:
2) desasosiego emocional (“selva oscura”): el choque emocional hace que nos centremos en el pasado, como Pedro, miramos hacia atrás involuntariamente y evaluamos críticamente nuestra vida (“crisis”).
3) desplazamientos (a menudo incluso geográficos que no son sino el reflejo exterior del viaje interior): vagabundeos de Iñigo, crucero por el mediterraneo de Newman, viaje en tren de la madre Teresa, vuelta a Jerusalén de Pedro. “Un organismo en sufrimiento está siempre moviéndose” (convulsiones).
4) una amalgama de sentimientos contradictorios (negativos y positivos, mucha soledad y necesidad de afecto, a la vez un gozo y serenidad inexplicables): Pedro se llena de alegría al escuchar que es Señor (v. 7), pero se entristece cuando Jesús le pregunta por tercera vez si le ama (v. 17).
Pedro, antes de la Pasión, había seguido a Jesús. Tras el prendimiento todavía le sigue a distancia. Pero a la hora de la cruz, de la verdad, emprende la huída, como habían hecho todos los demás. Ante el horror de la muerte de su maestro se retira. Retorna a Galilea, a su tierra, a su oficio, para repensar su vida, buscar otras metas y quizás contentarse con su destino. Y es precisamente entonces cuando Jesús Resucitado se le hace presente, lo vuelve a elegir. Lo vuelve a llamar “Sígueme”. Ese encuentro le cambió, le dio un empujón que le devolvió a Jerusalén, dispuesto a reajustar su vida y volver a comenzar inesperadamente.
Puede ser que hayamos pasado o estemos pasando una situación parecida. Creyendo que ya nos conocíamos lo suficiente: ¿quién no se ha sentido de repente desilusionado o frustrado? ¿quién no ha cargado nunca con el peso de una rutina insoportable?, ¿quién no ha estado al borde de despertar de lo que quizás hoy le parece sólo un bonito sueño imposible? Pero sólo nos conocemos de verdad cuando reconocemos al Resucitado y nos reconocemos frente a El. Como Pedro, nos descubrimos realmente a nosotros mismos precisamente descubriéndonos frente al Cristo Pascual.
El seguimiento de Jesús es el criterio de verificación de la autenticidad de nuestra fe en la Resurrección. Solamente quien sigue a Jesús ha descubierto verdaderamente al Resucitado y el significado de la Resurrección. Y ese descubrimiento remite a un seguimiento siempre más allá y siempre más fiel.

3. “Otro te ceñirá y te llevará a donde tu no quieras”. Caminar de resucitados.

“Como sucesor de Pedro estas palabras me afectan muy directamente y me hacen sentir profundamente la necesidad de tender las manos hacia las de Cristo, obedeciendo su mandato: Sígueme (Jn 21,19)” (Juan Pablo II, Carta a los ancianos (1999) n. 7).
La imagen de ceñirse la ropa tiene que ver con el atuendo de quien se dispone a emprender un viaje. Cuando se usaban túnicas amplias, era necesario recogérselas para poder caminar largas distancias (entonces no había chandals). Un anciano no podía hacerlo. La segunda llamada significa ser llevados a donde no queremos ir (Pedro), y dejarse llevar no es fácil, no es lo que solemos hacer de ordinario, sino más bien todo lo contrario, nos resistimos, nos aferramos a lo conocido que nos da seguridad y nos protege. Hay una diferencia esencial entre “ir” y “estar dispuesto a que te lleven”. La reacción de Pedro no es ahora la típica de la primera llamada. Está dispuesto a dejarse llevar por Jesús Resucitado, acepta pasar por donde no quiere: su propia pasión y cruz. Esto es dar la vida. La segunda llamada invita, pues, más a la aceptación que a la actividad, al reconocimiento de que Alguien “hace” nuestra vida. “Estas cosas no las hacen los hombres sino Dios que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien”, como decía Juan de la Cruz (que no era tonto, pero pasaba por ello “dejándose llevar” por Teresa).
La experiencia de quien vive del encuentro con el Resucitado se nutre de la oración. El que ora sabe que Dios tiene que ver con esa situación por la que está pasando. Que no permanece indiferente. Por eso, quejarse a Dios, quejarse de Dios en estas circunstancias, es la forma de poner en sus manos la propia situación de intemperie y de aceptar su incomprensible voluntad. Hay que orar así alguna vez para saber algo de la paz que da aceptar la presencia de Dios cuando todo parece ocultarla (“como la huella dejada en la arena de un caminante desaparecido”, S. Weil). Por eso quien ora así ya no sufre solo. Una voz silenciosa pero inconfundible le dice: “No temas. Yo estoy contigo” (Is 41,10.13; 43,1.5; Jer 1,8). Entonces el Resucitado no se revela ya como una visión alucinante que soluciona mi vida, sino como la presencia que hace posible caminar sin perder la esperanza. Es la experiencia que refiere Newman en la oración que escribió a su regreso de Sicilia, tras su segunda llamada:
Manténme en el camino; ni siquiera te pido alcanzar a ver el horizonte, me basta poder dar un solo paso. No siempre ha sido así; no siempre te pedí que me llevaras, pues quise elegir yo la senda por mí mismo; pero ahora guíame. Busqué la deslumbrante luz del día, y ansiándola entre dudas, me dominó el orgullo; olvídate de mi pasado.

Quien camina con el Resucitado siempre llega a buen puerto. Al principio la experiencia de la segunda llamada se suele presentar como una Eneida (Virgilio), como el viaje de ida sin retorno de Eneas, pero suele terminar siendo una larga Odisea (Homero) que, con el tiempo, lentamente, como a Ulises, nos devuelve a casa (Itaca), a las mismas personas, al mismo trabajo, a las mismas ocupaciones y compromisos. Aunque de otra manera: con la memoria purificada de quien “ha caído en la cuenta” y una sabiduría que reconoce todo “como si fuera la primera vez”. Porque, en definitiva, caminar de resucitados es pasar de la situación en que uno no sabe que El está a tomar conciencia de que “ya estaba allí” (J. Martín Velasco, La experiencia cristiana de Dios, Madrid 1995, 19-35). Es también la experiencia de Jacob: “Dios estaba allí y yo no lo sabía” (Gn 28,16).
Al igual que sucedió entonces con Pedro y los primeros testigos, también hoy caminar como resucitados significa una vida renovada por el amor y que consiste en renunciar a marcar nosotros la ruta del seguimiento de Jesús, para dejarnos guiar por El, a dondequiera que nos lleve.